La vida y la obra de Ángel Barco Sanz (1927 - 1989)
Mi
padre, Ángel Barco Sanz, nació en Madrid en 1927, en el que entonces era un
barrio muy “castizo”, Lavapiés, en el seno de una familia de clase trabajadora:
el padre, ebanista especializado, era el que cortaba las hélices de madera de
la única fábrica de aviones que existía en España, la CASA. Al año siguiente,
vino al mundo su hermana Adelina. Con el comienzo de la Guerra Civil, la
familia fue evacuada de Madrid, primero a Alicante, y después a diferentes
lugares en Cataluña. El hermano más pequeño, Paco, nació en Reus ya en 1938.
Mis abuelos decidieron incorporar a los dos hermanos mayores a un programa de
evacuación de niños hacia la Unión Soviética que había organizado el Gobierno
de la República, para garantizar su seguridad y protegerlos de los bombardeos, así como para garantizar la continuidad de su escolarización, hasta que terminara la guerra. Formaron parte de este proyecto humanitario varios miles de niños de diferentes
lugares del Estado, acompañado de pedagogos, maestros, médicos, enfermeras,
cocineros y todo tipo de personal auxiliar seleccionado por el Gobierno de la
República. Aquellos niños fueron conocidos, con posterioridad, como “Los Niños
de la Guerra”. Vivieron varios años aislados, sin contacto con otras personas
que no fueran aquéllas que las habían acompañado desde España, como una especie
de “isla” española en medio de la Unión Soviética. Esto creó un vínculo muy
especial entre todos los miembros de ese colectivo tan especial. Evidentemente,
con el fin de la Guerra Civil con un resultado adverso para la República, su
regreso se convirtió en problemático, y más cuando la Alemania Nazi invadió la
Unión Soviética en verano de 1941.
El
Gobierno Soviético, en todo momento, cuidó su bienestar y seguridad, y les fue
evacuando a lugares seguros y siempre muy alejados del frente. Recibieron un
trato absolutamente privilegiado respecto a la mayoría de la población de la
Unión Soviética. Algunos de esos “Niños”, los más adultos, ingresaron
voluntariamente en las filas del Ejército Rojo para combatir al mismo enemigo
que ya estaba en el poder en España. Mi padre y su hermana, todavía demasiado
jóvenes, no sufrieron los rigores del frente (aunque tuvieron que pasar por muchísimas vicisitudes) y pudieron terminar el ciclo
educativo previsto. Pero una vez terminada la Segunda Guerra Mundial el
regreso a España, aunque materialmente posible, seguía siendo muy complicado y
arriesgado. Algunos de esos “Niños”, pocos, fueron volviendo en los años
sucesivos. Por ejemplo, cuatro de ellos estaban a bordo del buque “Semiramis”,
que regresó, en abril de 1954, al puerto de Barcelona, los prisioneros
supervivientes de la “División Azul” y otros colectivos de españoles que por
diferentes motivos estaban en la Unión Soviética. Aquellos fueron los primeros,
pero con posterioridad, y poco a poco, y con cuentagotas, otros “Niños de la
Guerra” fueron volviendo también.
Ángel y Adelina
Barco se encontraban entre los que no consiguieron volver, aunque sus circunstancias fueron diferentes: él quiso quedarse, mientras que su hermana siempre manifestó su deseo de volver, no pudiendo debido a la imposibilidad burocrática y política para hacerlo. Sea como fuere, permanecieron allí, que fue el caso de la mayoría. Pese a que el tiempo pasaba y aquellos
chicos y chicas se iban haciendo adultos, se iban construyendo su propia vida,
y se integraban rápidamente en la sociedad soviética, los vínculos entre
aquellos "Niños de la Guerra" nunca se llegaron a romper por
completo, siempre tuvieron conciencia de que formaban un colectivo. El Gobierno
de la Unión Soviética les otorgó la nacionalidad soviética (hasta entonces, tenían la condición legal de "apátridas") y les ofreció la posibilidad de seguir estudiando, en principio una formación que hubiera sido (por hacer un símil) algo intermedio entre la actual Formación Profesional y una Licenciatura Universitaria Técnica, manteniéndolos durante su
duración, un hito impensable para los españoles de clase trabajadora de la
época. Mi padre estudió para Perito Técnico de Construcción de Carreteras y Puentes. Fue entonces cuando Ángel conoció a una mujer que por edad hubiera podido ser su madre, y que de hecho le hizo de segunda madre, alojándolo en su casa, y a Adelina también. Esta mujer, al ver lo bien que dibujaba Ángel, lo animó a estudiar una profesión que le permitiera desarrollar todo su talento, como la arquitectura, y fue entonces cuando mi padre descubrió su verdadera vocación, y su gran pasión. El nivel técnico de la formación que recibió en la Facultad de Arquitectura de Moscú era muy alto y muy exigente. Pero él siempre fue un muy buen estudiante, evidenciando
facultades extraordinarias, talento, rigor y gran capacidad de trabajo. Y en la Facultad fue también desarrollando plenamente su talento para la creación gráfica hasta un nivel impensable y sin antecedentes en su familia, aunque su propio padre siempre había sido muy creativo y artístico en su trabajo como ebanista (se podía decir que tenía algo de escultor). Además de un muy buen
arquitecto, Ángel se convirtió en un grandísimo dibujante y pintor. En aquella
época, los planos y representaciones arquitectónicas de todo tipo se dibujaban
exclusivamente a mano y sobre papel, y con muy poco margen de error. Un
arquitecto, además de saber realizar cálculos y determinar proporciones,
requerimientos y cargas, también tenía que saber dibujar a mano, y muy bien.
Debía tener mucho de artista, independientemente del tipo de edificios o
estructuras de los que fuera el responsable. La expresión artística se
convirtió desde esa época en su principal entretenimiento y su principal
actividad durante su ocio: nunca se sentía más feliz que cuando podía pintar o
dibujar, preferiblemente al aire libre, y teniendo como objeto de su arte
motivos arquitectónicos, urbanísticos, o paisajísticos. Durante una fiesta en
la Universidad conoció a su futura mujer, Nina Samodelova (1932 – 2011),
estudiante de Filología Alemana. Ambos terminaron sus respectivas carreras en
1955 y consiguieron establecerse en Moscú, hito nada despreciable porque el
Estado Soviético entonces te garantizaba un puesto de trabajo acorde con tu
especialidad y vivienda gratis, pero no necesariamente en la capital, que es
donde quería ir a parar todo el mundo porque estaba allí donde había mejores
infraestructuras, servicios y el aprovisionamiento era mejor.
La
intención de la joven pareja era vivir como una familia soviética mas (era lo
que por entonces se denominaba "matrimonio socialista"). La
inexistencia de relaciones diplomáticas entre España y su nueva patria y la
incertidumbre sobre el trato que podrían recibir si pisaban la Península
Ibérica parecía imposibilitar del todo un posible retorno, y de todas formas,
las cosas no les iban mal, al menos desde la perspectiva que tenían entonces.
Ambos tenían trabajos bien pagados (siempre dentro de los parámetros
existentes: la “filosofía” oficial soviética consistía en que, para alcanzar la
igualdad entre todos los ciudadanos, los salarios no podían ser demasiado
diferentes, sea cual sea el trabajo desarrollado), estables y seguros. Y los
vínculos con España, con el tiempo, se estaban haciendo más y más débiles, toda
su vida la tenían en Moscú. Tuvieron dos hijos con diez años de diferencia: mi
hermano Antoni, (1956 – 2014) y yo mismo, en 1966. Pero, incluso antes de que
yo naciera, ocurrió algo que cambió el rumbo de la suya vida y naturalmente, la
de su familia. Ángel, Nina y Antoni consiguieron ir de vacaciones (en tren) a
España en el verano de 1965. Ángel se reencontró con su familia, que se había
afincado en Barcelona, lo que, evidentemente, le emocionó mucho, y además
encontró un país muy cambiado respecto a lo que él podía recordar, pero aun
así, lo que vio, le hizo sentir que estaba allí donde realmente pertenecía y
donde quería vivir. El sol, la luz, el clima, la gente, la comida, las
costumbres, el idioma... era algo único, sin hablar de los tesoros artísticos
de todo tipo que existían en España, que él, un amante fanático del arte, hasta
entonces se había resignado a no poder conocer nunca directamente. A partir de
ese momento ya no dejó de dar vueltas a la idea de volver, aunque representaba
un cambio muy radical en su vida y la de su familia y un reto hacia el que
sentía cierta prevención. Sin embargo, de la parte del Gobierno Soviético no
había ninguna dificultad burocrática para poder marcharse. De hecho, ese mismo
Gobierno le ofreció la posibilidad de ir a trabajar a Cuba como arquitecto tras
la subida al poder de Fidel Castro, pero él se negó siempre. Si tenía que
marcharse de la Unión Soviética, tendría que estar en España. Fueron de
vacaciones una vez más (también en tren), en invierno de 1969/70, dejándome a
mí, entonces de poco más de tres años de edad, en Moscú a cargo de mi abuela.
|
La familia Barco en mayo de 1969 |
Pueden entenderse
los motivos de su vacilación. Aunque a aquellas alturas no existían riesgos por
su vida, o posibilidades de encontrarse con problemas legales, debía entenderse
que ni su mujer, ni sus dos hijos, tenían ningún otro vínculo con España que él
mismo, y su adaptación e integración era una incertidumbre total, especialmente
en el caso de Nina, que había vivido toda su vida en el seno de un sistema de
valores, y un entorno político, social y cultural que no podía ser más
diferente. Además, la madre de Nina, mi abuela materna, que vivía con nosotros
(Nina había sido hija única y durante toda su vida había vivido con su madre,
viuda desde joven) no podría acompañarles, pues en esa época no existía todavía
el concepto de “reagrupamiento familiar”, y menos entre dos países como España
y la Unión Soviética, que seguían sin establecer relaciones diplomáticas. Por
otra parte, Ángel se había dado cuenta de que, con un título como el de
arquitecto y su talento, estaba literalmente malgastando su vida, trabajo y
talento en un lugar con una economía cien por cien planificada, centralizada,
estatalizada y rígidamente reglamentada, y en cambio, se había enterado, con
sus propios ojos, que algunos de los que habían sido “Niños de la Guerra”, que
habían estudiado en la Universidad en la Unión Soviética, y que ya habían
vuelto a España , habían logrado una gran prosperidad ejerciendo su profesión.
Finalmente, tomó la decisión de ir a vivir a España en 1973, después de treinta
y cinco años en la Unión Soviética. Por entonces, la Cruz Roja Internacional
hacía las gestiones necesarias para que las personas que se habían visto
obligadas a vivir lejos de sus países de origen a causa de la Segunda Guerra
Mundial, pudieran regresar. La familia viajó esta vez en avión (sufragado por
Cruz Roja; nuestras propiedades (fundamentalmente libros) embaladas en grandes
cajas de madera, viajaron en barco, perdiéndose una parte por el camino),
haciendo escala en París, ya que entonces no había vuelos directos a España.
Dado que sus familiares más cercanos seguían viviendo en Barcelona, fue allá
donde nos establecimos.
A su
llegada, como era de prever y mi padre se temía, el primer trámite a superar
fue el reconocimiento de que los recién llegados constituían desde el punto de
vista legal una unidad familiar. Como era previsible, acuden problemas para
legalizar su matrimonio. Pero se logró, y muy pronto Ángel encontró trabajo en
uno de los más importantes estudios de arquitectura de Barcelona. Le pagaron un
buen sueldo, con lo que el problema de la subsistencia de la familia en la
Ciudad Condal estaba resuelto, pero enseguida se encontró con un problema
burocrático muy serio con el que no había contado: en España su título de
arquitecto obtenido en la Unión Soviética no le fue reconocido, y por tanto, no
podía ejercer como arquitecto. Se vio obligado a ganarse la vida como
delineante, es decir, poniendo sobre papel las ideas y diseños de los
arquitectos para los que trabajaba. Por entonces, este trabajo se seguía
haciendo exclusivamente a mano, y la calidad de este trabajo dependía
fundamentalmente del talento del delineante como dibujante: la era de los
ordenadores, software de arquitectura, plotters e impresoras de gran formato
aún tardaría en llagar casi dos décadas después de su llegada. Por si fuera poco, nada más llegar,
en Octubre de 1973, estalló la Crisis del Petróleo, que enseguida se convirtió
en “Crisis” en general. La economía empezó a desmoronarse, y las cifras del
paro se “dispararon” hasta límites nunca conocidos antes. En el estudio donde
trabajaba mi padre tuvieron que realizar muchos despidos para reducir gastos
(de alrededor del 90% de la plantilla), pero nunca le tocó a él, porque sus
jefes, en todo momento, supieron apreciar su gran valía, y le querían a su
lado. También estableció vínculos de amistad con el "gremio" de los
arquitectos de Barcelona, y todos reconocieron, por unanimidad, que aquel
madrileño que había venido de Moscú era un auténtico maestro en su exigente
profesión, pero un maestro que no podía trabajar como arquitecto porque el
reconocimiento de su titulación no llegaba. Y a él le significó una enorme
frustración porque su plan para mejorar la calidad de vida de su familia no
estaba funcionando. Durante cerca de diez años, vivió sometido a una gran
inquietud, decepcionado e impotente. Además, como era de prever, la adaptación
de Nina al estilo de vida barcelonés resultó muy lento y nunca exitoso del
todo, y ella también tuvo todos los problemas del mundo para que se le
reconociera su titulación universitaria, por lo que tuvo que conformarse con
trabajos precarios. La familia tuvo que ir a vivir a una vivienda de protección
social porque ya no se podía permitir pagar un alquiler a precio de mercado (unos
precios que iban en constante aumento), por entonces todo el dinero que entraba
en casa procedía del sueldo de delineante del Ángel. Su hijo mayor le provocó
también inquietudes y desencantos. Sin embargo, todos estos problemas y
dificultades familiares no influyeron en su producción artística, de hecho le
representaba una válvula de escape que le impedía tener la cabeza
constantemente ocupada con disgustos. Siguió pintando y dibujando durante sus
ratos de ocio y sus vacaciones tanto o más como antes. Los destinos de sus
viajes por motivos de placer siempre eran lugares donde podía encontrar tesoros
arquitectónicos y artísticos, y que podía permitirse pagar: Italia (Roma,
Florencia, Venecia), París, Londres, Viena, Ámsterdam, Suiza y sobre todo por
toda España, que no está precisamente carente de lugares de gran interés. No
podía trabajar de arquitecto, pero podía cumplir otro de sus sueños que años
atrás le parecían utópicos: podía ver con sus propios ojos, y pintar y dibujar
ciudades, conjuntos arquitectónicos y edificios los cuales mientras vivía en la Unión Soviética
sólo podía ver en fotografía en enciclopedias y tratados. Puedo recordar, por
ejemplo, lo exultante que se encontraba en Roma, en el verano de 1977, donde
nos describía, glosaba y alababa los monumentos que a cada paso se encuentran
en la Ciudad Eterna.
En
1977 se restablecieron las relaciones diplomáticas entre España y la Unión
Soviética. Con esto se abría la posibilidad de reconocimiento del título de
arquitecto de Ángel, pero por entonces había muy poco “rodaje” en el mundo de
la burocracia para tramitar documentaciones procedente de los países lejanos
(por ejemplo: los documentos seguían “ viajando” en forma de papel, por correo
ordinario) y las cosas fueron con mucha lentitud, hasta el extremo de que se le
sugirió que quizás acabaría consiguiendo el título antes si se volvía a
examinar de todas las asignaturas, como un estudiando cualquiera. Él siempre se
ha negado, y siguió “batallando” con todos los medios a su alcance, hasta que en
1983 finalmente pudo inscribirse en el Colegio de Arquitectos de Cataluña
(COAC) y pudo empezar a ejercer. Por entonces ya se encontraba en mitad de la
cincuentena, su hijo mayor ya había terminado su propia carrera de arquitecto,
y yo estaba a punto de empezar la Universidad (pero yo no seguí la “tradición”
familiar).
Fue solamente
entonces, en la segunda mitad de la década de 1980, cuando al fin pudo empezar
a vivir de la forma en que había planeado cuando decidió volver a España, y
cuando al fin pudo comprobar que su talento estaba adecuadamente retribuido, y
su familia por fin podía alcanzar un nivel de bienestar con el que siempre
había soñado. Pudo comprar una vivienda amplia y cómoda (aunque demasiado
lujosa) en un buen barrio residencial, con los frutos de sus primeros
honorarios como arquitecto colegiado. Pero, por desgracia, tuvo muy poco tiempo
para gozar de la nueva situación. Ya a principios de 1989 se empezó a encontrar
mal, y desde la primavera de ese año ya no se encontró en condiciones de
trabajar. Aún pudo pintar unas pocas acuarelas más ese verano, pero ya no pudo
ir de viaje, y murió en su casa en Octubre de 1989.
La
producción artística de Ángel Barco fue extraordinariamente amplia, y
prodigiosamente prolífica. Pintaba y dibujaba, siempre por puro placer y gozo
personal, en cualquier rato libre, los días entre semana, los fines de semana,
y sobre todo durante las vacaciones (era muy habitual que se levantara muy a
primera hora, antes que el resto de la familia, para aprovechar la luz y
terminar alguna pintura o dibujo antes del desayuno). Toda obra que empezaba,
la terminaba ese mismo día, rara vez en más de una hora. Siempre eran cuadros
de formato pequeño o medio, de tamaño DIN A2 a DIN A4. A lo largo de su vida
creó, literalmente, miles de obras sobre papel: fundamentalmente, acuarelas y
dibujos (a lápiz, al carbón, al pastel, con rotulador o a pluma), pero también pintura al
pastel y gouache o témpera. Nunca pintó al óleo porque exigía una preparación
más larga, requería de telas relativamente costosas, y además, no se podía
realizar el proceso creativo en el interior de una vivienda por su fuerte olor.
Los motivos de sus obras más exitosas siempre tendrían que ver con
arquitectura, urbanismo, o arte: calles, fachadas, arcos, torres, plazas,
conjuntos arquitectónicos, pero también pintó bastantes paisajes de montaña y
marinas. Le atraían mucho las obras maestras (arquitectónicas) desde el punto
de vista histórico o artístico, pues sentía una verdadera adoración hacia los
grandes arquitectos de la historia (también los contemporáneos), pero también
le gustaba reproducir en sus obras las expresiones artísticas arquitectónicas populares, los
barrios históricos y los pueblos estéticamente atractivos o pintorescos, calles
o rincones antiguos y que hacían buen choque, de cualquier ciudad. Disfrutaba
especialmente pintando al natural, plantando su pequeño caballete y su caja de
pinturas frente al monumento o lugares que quería inmortalizar. En los casos en
que no le resultaba posible, pues eran pocas las semanas en las que podía
disfrutar de vacaciones cada año, salía a pintar en las calles de Barcelona. O
pintaba de memoria, o muy a menudo, a partir de algún esbozo previo (en su
tiempo libre nunca salía a la calle sin llevarse consigo un bloc de dibujo y unos
pocos lápices). Muy excepcionalmente creaba una obra a partir de una
fotografía, diapositiva, postal o copiaba a partir de alguna obra previamente
existente de otro artista. Su estilo, con acuarelas de colores muy vivos que
conformaban un realismo abrumador, con gran sentido de la perspectiva y
verdadero ojo clínico para escoger el punto de vista idóneo en cada caso, y
dibujos con gran atención al detalle en el que sabía destacar el elemento más
importante en cada escena, le permitió crear una obra técnicamente impecable e
incluso impresionante (un amigo suyo, arquitecto de gran renombre en Barcelona,
me confesó una vez que “nunca había conocido a nadie que dibujara tan bien”),
no evolucionó lo más mínimo con los años. Las circunstancias personales o el
contexto político o socioeconómico en el que le tocó vivir que marcaron su vida
no influyeron en su obra, salvo, evidentemente, su lugar de residencia, pues ello la daba acceso a unos lugares u otros, unos paisajes u otros, unos monumentos u otros. No
se puede decir que hubiera tenido "etapas" o "épocas".
Obras hechas con treinta años de diferencia podrían pasar por totalmente
contemporáneas. Pero siempre con una fuerte personalidad, únicas, distintas a
las de cualquier otro artista.
|
Angel Barco c. 1988 |
Aunque dedicó su
vida (durante sus ratos libres) a crear obras de arte, nunca quiso hacer
ninguna exposición o mostrar sus obras al público. Y mucho menos, se le ocurrió
tratar de venderlas, aunque en vida me consta que recibió muchas ofertas. Casi
nadie, fuera de sus familiares y algunos amigos, pudieron ver ninguna obra
suya. Consideraba que él era un arquitecto, que con la arquitectura se ganaba
la vida, y que aquella (el dibujo y la pintura) era una simple afición y que
creaba arte para sí mismo, por puro placer y porque era precisamente ese rápido
proceso creativo lo que le proporcionaba la mayor de las satisfacciones que
conocía. En todas sus obras las aplicaba un fijador y las almacenaba en
carpetas, clasificando la mayoría por los lugares y años en que fueron creadas.
Pero no creó ningún catálogo, clasificación ni lista de sus obras, aunque fuera
parcial. Como todas las obras estaban sobre papel de pequeño formato, en una
sola carpeta podía tener decenas y decenas. En un archivador, cerca de un
centenar. Y dejó no menos de cincuenta archivadores y carpetas llenas a
rebosar. Y una vez terminada y archivada una obra, se olvidaba de ella, no la
volvía a ver nunca más, ni la enseñaba nunca a nadie. Y mucho menos la retocaba
o hacía una nueva versión. Unas pocas, siempre según su criterio, las hizo
enmarcar, colgándolas en las paredes de su casa. Existen unas pocas, que se
pueden contar con los dedos de una mano (y sobrarían dedos) las regaló a algún
amigo o compañero de trabajo. Soy de la opinión de que el mundo del arte ha
perdido mucho no sólo con su muerte, sino con su negativa a exhibir su
producción.